La muestra de Roggerone en Palais de Glace

Desde su primera muestra, a los veinte años, el mendocino Sergio Roggerone se dedica a rastrear los imaginarios religiosos más disímiles u olvidados: desde el Imperio Persa al Cuzco, pasando por las vírgenes negras, los textos medievales y Buda. A los treinta, de vuelta en Mendoza después haber vivido en Italia y Nueva York, Roggerone dice que sus telas en el Palais de Glace son su manera barroca de celebrar la partida del menemismo y de seguir creyendo que aún se puede exhumar aquello que nos hacía más dignos.

Por Marta Dillon

A Roggerone lo protege la Coraza de pasiones: una monja negra enmarcada en madera, la más pequeña y la primera de sus obras. La que abre todas sus muestras. Es su cuadro fetiche, por el que le han ofrecido sumas de gran subasta, pero él se niega sistemáticamente. No, no es supersticioso. Lo dice mientras mira su Coraza de pasiones con cariño de padre. Un padre que revive la infancia de su arte en su hijo más pequeño. “Además me ayuda a darme cuenta de lo que hice y de lo que estoy haciendo, de lo que soy y de lo que fui cuando empecé a pintar”, explica. La monja que mira desde el marco es austera. Tiene los ojos ensoñados de cada uno de los personajes de Roggerone, pero marca un límite en ese ornamento que el artista cultiva y que los críticos llaman barroco, aunque él desconfía de esa palabra porque alude “a un detallismo sin sentido, recargado, adornado”. En sus cuadros, dice, todo guarda una razón de ser. Muchos cuentan una historia concreta, atada a la realidad nacional como un cencerro que delata el rumbo del rebaño. Allí está, por ejemplo, una de sus últimas obras: un óleo de gran formato que llamó Despidiendo al Gengis Khan. “Por fin se va, es increíble pero cierto, pronto nuestro presidente se llamará de otra manera”, dice Roggerone, y señala la tela en que un grupo de damas cargadas de joyas exhiben una mustia bandera argentina y un plato en donde el artista dice que depositó la tristeza. “Es su corte la que sufre. Yo me alegro.”

La Virgen de la uva Sergio Roggerone es mendocino. Hace treinta años nació en esa provincia protegida por la Cordillera de los Andes y surcada de viñedos. Y como todos los cuyanos muestra el orgullo que significa haber domado el desierto para arrebatarle el verde que hoy pinta el pedemonte. Algo de ese tesón que está enredado en la historia de Mendoza se cuela en sus cuadros. Él pinta sobre el caballete, prefiere sobre todo la superficie inhóspita de la tela blanca para empezar a poblarla con esa mezcla de mundos que lo caracterizan. Oriente y Occidente parecen hablar el mismo idioma, el que habla el artista. Los tonos opacos del Japón y el dorado de los marcos que él mismo construye habitan en su universo igual que la piedra de la montaña y el rojo de los frutos. “He vivido en Nueva York y en Italia pero mientras pueda me voy a quedar en Mendoza. Me emocionan sus tradiciones, como la ceremonia en que la Virgen bendice la cosecha. Hay una devoción en la gente que respeto y que además me alimenta.” Y allí pinta, en Vistalba, tan cerca de la ciudad como de la montaña. En ese lugar que quiere decir “vista del alba”, Roggerone controla su ansiedad trabajando en ocho o nueve cuadros a la vez, pintando con emoción de niño cada detalle que lo liga a la tradición de la América colonial, como si en otra vida hubiera sido uno de esos monjes que pecaban de gula y habitaban las iglesias recamadas en oro que vestían a sus santos de terciopelo. Él se ríe, pero de alguna manera se siente reencarnado en un hombre chapado a la antigua que libra una cruzada por salvar del pasado eso que “nos hacía sentir más humanos, más dignos, caminando por habitaciones amplias, asomándonos a los grandes horizontes como conquistadores. Mi trabajo es la misión que me tocó, y lo hago con alegría y también con la intención de devolver en la tela lo que recibo en el mundo”. Ahí están, como perfecta retribución, la Virgen de la uva que lleva racimos en su corona y La Cata Dora, mezcla de pajarito verde y alma del vino que en manos de Roggerone siempre se va volando.

Las vírgenes negras Ya no le resulta asombroso haber vendido una muestra completa –más de 15 cuadros– en Italia. Hace diez años que pinta y desde la primera vez que exhibió sus obras se las quitaron de las manos. Es un clásico a los 30. Y no teme dejar de lado casi todo lo que lo llevó a exponer en Nueva York y Europa para forzar los materiales en los collages que no perdieron nada de la ironía que se descubre detrás de su pintura prolija y también decorativa. Roggerone elige personajes solemnes pero les juega el chascarrillo de esos ojos como líneas, esos que revelan estados alterados. ¿De qué se ríe cuando nombra a sus cuadros apelando a figuras místicas de la cultura persa, por ejemplo, o latinoamericana, como La cítara chúcara en Chuki Saka? “Me río de mí y me río de todo lo que me rodea. Es como un juego: la cítara es mitad cítara y mitad vinchuca. Me gustan las vírgenes negras, que parezcan católicas pero con un tercer ojo, como las diosas hindúes.” La pintura es un trabajo y un juego. Sus iconos religiosos confunden: son privilegiados como en el arte medieval (su favorito), pero los fondos y sus máscaras los exponen a la vacuidad que se esconde detrás del barroco que él emula y a la vez desprecia. “No soy religioso, pero creo en todo, tengo mi propio altar y en él están las vírgenes negras, Buda y el Corán. Y me gusta la historia del arte que cuentan los pintores de iglesias.” Una historia lista para ser desarmada y mezclada en el imaginario del artista que puede llevarnos de paseo por otros siglos y abandonarnos después en éste, un siglo que Roggerone pinta de bordó y de dorado para disimular un poco tanta desnudez minimalista.

Iglesias hechas pedazos El cuerpo del artista es casi tan exuberante como sus pinturas. Le gusta comer, le gusta beber y, sobre todo, gozar de las posibilidades que le ofrece su arte. Viajar, por ejemplo. “En la primera muestra que hice vendí un cuadro y recién entonces pensé que podía vivir de esto. No era un problema para mí antes, creo que se puede vivir interiormente con pocas cosas. Eran mis padres los que no lo entendían cuando dejé de estudiar arquitectura para empezar a pintar.” Después, las muestras lo llevaron a otros países y cumplió uno de sus sueños: visitar Turquía. “Cuando vendí la muestra que llevé a Italia –la compró toda la misma persona–, enseguida me fui de viaje y me encontré con lo que quería ver.” ¿Qué era? “Viejos bazares en los que buscar elementos que me tentaran. Ni los vendedores podían creer lo que me estaba llevando: bolsas enteras de documentos antiguos llenos de tierra.” Documentos que ahora usa en los collages enmarcados en chapa dorada y quemada con ácido, como si sobre esa obra él llorara amargamente por un pasado que no tuvo pero que extraña. En sus viajes, la avidez por verlo todo no le da respiro, y tampoco le alcanzan las valijas para traer lo que encuentra como un arqueólogo que descubre piezas en cualquier esquina. Cuando una muestra en el Museo de Arte Contemporáneo de Chile lo llevó a cruzar la Cordillera, Roggerone volvió con 40 metros de un viejo tasel de la demolida embajada de Brasil que hoy oficia de marco en uno de sus cuadros. También ha usado antiguos postigos tal como los encontró. Y pedazos de confesionarios y ángeles de iglesias. Todas cosas que “aparecen no sé de dónde. La gente me conoce y me las trae porque sabe que estoy todo el tiempo intentando reciclar lo que parece olvidado, igual que algunas costumbres que respeto como si fueran sagradas”. Como la ceremonia del té (que religiosamente toma de cinco a siete), pintar mientras su mujer estudia Historia y robarle a esos libros algún título para sus cuadros son ritos que lo llevan a llamarse “un hombre metódico”.
En sus viajes Roggerone encontró alguna que otra alma gemela que le provee materia prima. “Silverio es uno de ellos. Tiene un restaurante en la Vía Mirasole de Bologna. Él es fanático de la cocina medieval y compra manuscritos de esa época a granel. Todos lo que no son de recetas, me los manda.” De la mano de ese chef comió claveles fritos y gracias a esa pasión mutua por la Edad Media hay, en la muestra del Palais de Glace, una obra (Il Melogramo) que tiene como marco cartas de amor trituradas (“Pero me llegaron así; yo nunca despedazaría letras de amor”).

La Virgen de los estadios Dove é la Moneta se llama el cuadro que el artista dedicó a quien, dice, terminó de quebrar la provincia de Mendoza. En él sangran un grupo de medallas y relicarios puestos en cruz, rodeados de billetes fuera de uso que le regaló la familia de un hombre avaro que durante toda su vida escondió bolsas de billetes en el zaguán de su casa. “Sangran las medallas porque este tipo (¿hace falta decir que se trata de Raúl Moneta?) nos quiso mostrar una fiesta que terminó en engaño. Él llevó la Virgen a los estadios en una procesión que sólo sirvió para encandilarnos. Y lo peor es que Mendoza tiene una larga tradición en estafas.” Giol, Greco, el vino adulterado: signos de una provincia que lo atraviesa y le da identidad. A pesar de que le duele ver cómo se descarta lo que para él es historia: los grandes toneles de roble con los que hizo las únicas esculturas de la muestra (dos bailarinas hindúes que se mecen cuando él las toca con su dedo demasiado grande). Hay un dolor que se destila en sus pinturas y que el artista no admite del todo, ni siquiera cuando se para frente a ésa en que rememora a su maestra, la Maga, así con artículo, como se dice en la provincia. “Fue una mujer que me educó en el arte que nunca estudié. Murió cuando estaba de viaje y ésta es mi forma de hacer el duelo.” Pero no es dolor lo que quiere retratar, dice, mirando el gran óleo azul. No es del dolor de lo que quiere hablar en sus obras. Aunque sí quiere nombrar la ausencia, lo que falta “cuando los mundos de plástico quieren mentirnos, convencernos de que tenemos todo”. Eso que, él cree, se oculta en un pasado que no vivió, pero que extraña.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/1999/suple/radar/99-07/99-07-04/nota3.htm

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